Hoy la inteligencia artificial está en todos lados. Desde electrodomésticos hasta servicios de entrega a domicilio anuncian sus capacidades de inteligencia artificial para simplificar nuestras vidas. Si bien es un concepto más amplio, hoy la mayoría de los servicios que conocemos como inteligencia artificial son una serie de algoritmos matemáticos llamados machine learning que “aprenden” de los datos que reciben, aprovechando el cada vez mayor poder de cómputo disponible. Por ejemplo, si consistentemente rechazamos las sugerencias de películas de terror de nuestro proveedor de streaming, el algoritmo “aprenderá” que no nos gustan las peliculas de terror y nos propondrá otras alternativas, sin intervención humana.
La inteligencia artificial está aún limitada a funciones específicas, donde supera a sus competidores humanos, como jugar juegos de mesa o detectar fraudes de tarjetas de crédito basado en patrones de consumo, pero para esto necesita de conjuntos de datos grandes y estructurados y muchas veces no hay forma de recolectar una cantidad suficiente a un costo razonable. Después de chocar miles de veces con camiones blancos los Tesla dejarán de hacerlo, pero el costo en vidas es demasiado alto y la variedad de situaciones inesperadas también.
Para ser confiable la inteligencia artificial necesita manejar situaciones inesperadas. En el ejemplo de las películas si otra persona agarra el control remoto y elige ver una película de terror cuando no estamos, probablemente confunda al algoritmo y este vuelve a mostrarnos títulos que no tienen interés para nosotros. En este caso no es un gran problema, pero cuando pensamos en máquinas conduciendo, volando o haciendo intervenciones quirúrgicas no queremos algoritmos que se confundan fácilmente.
Nuestras máquinas también tienen muchas dificultades determinando si un “jaguar” es un auto o un felino, o entendiendo que el concepto de “matrimonio” en la edad media es completamente diferente que en la actualidad, o que difiere en el mundo árabe y occidente.
Falta mucho para que un algoritmo tenga motivaciones o personalidad propias, pero tiene los sesgos de su creador y de los datos utilizados en su “aprendizaje”. De esta manera un algoritmo refleja una visión del mundo y puede discriminar por género, raza o creencias y entender de manera muy diferente conceptos como “inteligencia”, “éxito” o “felicidad”, dependiendo de quien lo haya programado.
No sabemos cuando una combinación de algoritmos producirá una inteligencia artificial consciente que desafíe la supremacía del hombre en la tierra pero mientras tanto es hora de que dediquemos tiempo a estos desafíos. En latinoamérica está creciendo con fuerza la iniciativa chilena IA Latam, que pretende ser un foro para que podamos ser protagonistas de esta transformación y no espectadores.
Oliver Flögel
Managing Partner, Scale Capital
Alumni IdDC