La construcción, fortalecimiento y promoción de una cultura de integridad es uno de los grandes nuevos objetivos de las empresas modernas. Así como el agricultor escoge una tierra fértil, la prepara, la siembra y la cultiva para poder, con esmero y perseverancia, en algún momento recoger la cosecha, asimismo los gobiernos corporativos deben cultivar la integridad paso a paso y con acciones consistentes, antes de verla transformada en una cultura que permee toda la organización.
El proceso es de largo aliento, pero –como todos sabemos- los resultados se reflejan satisfactoriamente en términos de ambiente laboral, compromiso de los colaboradores, rentabilidad, reputación y, lo más importante, aporte a la sociedad en su conjunto.
«La idea es que los colaboradores se sientan movidos por un sentido de misión trascendente vinculado al trabajo que deben realizar», Fernanda Hurtado
Pero ¿de qué hablamos, precisamente? Con cultura empresarial, nos referimos al conjunto de ideas, conocimientos, tradiciones y costumbres que caracterizan a una organización. La manera en que se manifiesta, es a través de cómo las personas comunican, desarrollan y perpetúan sus creencias, costumbres, tradiciones, experiencias, legados, enseñanzas y aprendizajes. Pero esa diversidad, que es en sí misma, pura riqueza, requiere de directrices, tonos, estilos, pilares valóricos y principios de conducta que provengan desde la cima de la organización y se materialicen en buenas prácticas que den forma a una cultura de integridad corporativa con sello propio: un carácter o ethos empresarial que se refleje en cada una de las acciones y decisiones que toma la empresa, en su opción por la persona humana y en su preocupación por el impacto que dichas acciones y decisiones pudieran tener en empresa y en la sociedad.
La idea es que los colaboradores se sientan movidos por un sentido de misión trascendente vinculado al trabajo que deben realizar; por valores universales aplicados a sus áreas de acción; por un férreo sentido de la probidad y la honestidad; una consciencia del valor de la persona, su dignidad y derechos; y un énfasis en el actuar ético, manifestado en la capacidad de discernir entre el beneficio propio y el bien común.
En la práctica y en nuestra experiencia, una cultura de integridad robusta no puede ser reemplazada por ningún número de reglamentos o códigos internos, ya que es capaz de alinear a toda la organización en torno a las expectativas del gobierno corporativo sobre el actuar de cada persona ante cada posible disyuntiva o dilema al que se enfrente. En lo escrito o no escrito. En lo explícito y en lo tácito. Así, una cultura de integridad es la extensión de la cultura del propio gobierno corporativo hacia toda la organización.
Fernanda Hurtado
Gerente General, Fundación Generación Empresarial
Alumni IdDC